Opinión / Pensamiento Divergente / Mundo Bohemio y la Libertad de los Mapas

23 de febrero de 2012

Reportaje que elaboré tras mi entrada en el penal de Palmasola (Santa Cruz de la Sierra, Bolivia). Ésta es la realidad de lo que vi, oí y escuché hace ya un año. Las últimas noticias que recibí sobre el preso que entrevisté decían que efectivamente continuaba dentro, a pesar de que él alegaba ser inocente. En relación a las noticias de la cárcel de Nicaragüa o de México, he sacado del cajón este reportaje que no fue publicado; es el sustento de lo que después sería un relato con el que gané un premio de literatura a nivel nacional. No pude introducir la cámara en la prisión, así que no puedo publicar fotografías.

Palmasola, supervivencia detrás de los muros 

Un centenar de visitantes aguarda entre empujones y discusiones en tres largas filas frente a la entrada de Palmasola, prisión situada en el octavo anillo de Santa Cruz de la Sierra (Bolivia). 10: 00 horas de un domingo  cualquiera. “¿Quiere entrar a las nueve?, póngase en la cola y pague, si no colóquese en la otra, que tiene un kilómetro y espere hasta el mediodía”, explica una monja, que por motivos de seguridad prefiere mantenerse en el anonimato, “el policía les pide cinco bolivianos a los familiares para la coca y la soda. Si no es día de visita y te dejan pasar, hay que pagar el favor. Si es día de visita también, porque tu cola va más rápido que la otra”. Mientras, los familiares de los presos soportan los antojos del sol y una placa adorna inamovible el acceso al penal: “Toda persona para ingresar a este recinto solo debe presentar su cédula de identidad. No debe pagar por ningún concepto. No sea cómplice de la corrupción”.

Una vez el visitante atraviese la puerta principal, abonará los cinco bolivianos (50 céntimos aproximadamente)  al policía uniformado con la enseña del estado, le mostrará el documento de identidad, indicará a quién visita, extenderá el brazo para que le sellen y se someterá a una inspección corporal sencilla para comprobar que no introduce sustancias ilegales. Las marcas tintadas en la extremidad son determinantes; sin ellas, será imposible salir del penal, aun cuando sea un simple visitante.  

Edificada entre 1990 y 1991, la prisión de Palmasola es una explanada de tierra amurallada que contiene seis módulos para  “6.000 personas, niños incluidos”, según los cálculos de Marisol, ex trabajadora social a lo largo de un año en el penal, “una población sumamente densa e incontrolable”. Un total de 40 caballos pasean a sus anchas por el descampado; a la derecha, los presos ‘pobres’ cocinan la única comida diaria; después, Chonchocorito, módulo para los asesinos y homicidas considerados más peligrosos; al otro lado, la guardería junto al módulo de las mujeres, el ‘PS2’; y al fondo, el complejo de los varones, ‘PS4’ que da la espalda a los policías detenidos por corrupción o narcotráfico.

"Aquí todo es plata"

“Aquí todo es plata, la vida no importa”, afirma Bruno,  nombre falso por miedo a sufrir represalias, que desde hace siete meses se encuentra en prisión preventiva en el módulo de los hombres. Mirada triste y asustada, ojos vigilantes y arrugas emocionales, asegura que “la mayoría están aquí por la droga: españoles, alemanes, bolivianos, brasileños…”. Marisol admite que el delito más común es el narcotráfico, también “el robo agravado, las violaciones y los homicidios”. Sentado en una silla de una ventita (taberna improvisada), el preso susurra que el de la mesa de al lado “descuartizó a su esposa por haberle sido infiel y el que le acompaña, el español, echaba un líquido en los vasos de las chicas para violarlas después”.

Bruno abona 350 bolivianos mensuales, aproximadamente 36 euros, por un cuarto que comparte con otro recluso y que se ubica en uno de los 32 pabellones que conforman el ‘PS40’. En los primeros días de reclusión, su familia desembolsó 800 bolivianos, unos 80 euros, para detener las palizas que sujetos del penal le propinaban, además de 100 dólares para evitar que le destinaran a Chonchocorito, módulo que todos los presos del penal temen.

“¿Cómo van a convivir si cada uno hace lo que quiere?”, se pregunta una monja que desde 1991 colabora en el penal para mejorar la situación de los presos. Un modelo penitenciario basado en la autogestión y la libertad, que se sustenta “en veinte personas encargadas de la seguridad y la disciplina designadas por el regente M.R”. A las puertas del módulo de los hombres se posicionan los policías. Dentro, reos con mayor antigüedad visten un chaleco rojo de ‘seguridad interna’ y pasean con sus bates de béisbol por las calles penitenciarias para asegurar la efectividad de un código interno establecido por el regente M.R, elegido tres veces consecutivas por los presos, “como si votases a un alcalde. Se interrumpen todos los trabajos, se cierra todo y se vota hasta el mediodía”, explica la hermana. “Hubo una temporada que la ‘pesada’, un grupo de personas que tenían el mando, mataban a todos los que no obedecían, pero los demás se amotinaron, los sacaron y los castigaron en el bote”, añade. El ‘bote’ consiste en una celda de castigo donde el recluso es introducido para calmar “sus ánimos de pelea”.

La acumulación de cuartos construidos con ladrillo o chapa conforman los pabellones que dan lugar a las denominadas cuadras, entre ellos: ventitas, cabinas telefónicas, lavandería, baños y duchas, tiendas de carpinterías, placitas y una cancha para jugar al fútbol. “Aquí la llave del cuarto la tiene el propio preso. Caminan todo el día por las calles. Pero desde la medianoche hasta las seis de la mañana, cada uno tiene que estar en su cuarto, si no lo matan”, indica la religiosa. Si no fuese por la alta muralla y las vallas metálicas, parecería “un pueblecito a las afueras de Santa Cruz”. Una fórmula penitenciaria “pésima porque la infraestructura es inadecuada para el que tiene que rehabilitarse”, en palabras de Marisol, que vivió de cerca la situación penitenciaria; muy alejada de la rigidez de la cárcel europea, “hecha para que cada uno pague su culpa”, donde “el preso obedece, le dan trabajo, se cierra la celda y el responsable tiene la llave”.

Niños institucionalizados

La mujer de Bruno ha dejado a su hija a cargo de los abuelos y se ha trasladado a vivir a la prisión para evitar que determinados compañeros abusen de su esposo. Entró llorando, “tenía mucho miedo”, pero se ha acostumbrado. La familia puede trasladarse al penal mientras el preso cumple condena,  pero “la salud es frágil porque la situación de los presos es pésima, aunque ha mejorado mucho”, explica la monja. Entre 2002 y 2003 se contabilizaron “1.3000 niños residentes en Palmasola, ahora llegarán a 500 más o menos”, añade. María Angélica López, asesora jurídica en la prisión de San Roque de la ciudad boliviana de Sucre, expone que “es ilegal. Los niños solo pueden permanecer dentro de la prisión hasta los seis años. La Defensoría de la Niñez debería intervenir”.

Los niños “absorben la mala palabra y la violencia. Todo lo que pasa dentro. Después, en la adolescencia y la juventud no saben cómo reaccionar”, opina la monja. Niños que corretean por las calles del ‘PS2’, que juegan con sus compañeros penitenciarios y reclaman una golosina. Y es que los hijos al “tener los ánimos calmados” evitan “la pelea entre la familia y los internos”. Según Marisol, ex trabajadora social, “pagan una condena que no han cometido, dentro de un círculo que no les hace bien, siempre viendo vicios”. “La entrada de los niños también se consienten en otras prisiones del país. A veces visitan a su mamá el domingo y ya no salen. Aquí se hizo desde el principio y ahora no se puede frenar”, explica la voluntaria religiosa.

A la guardería del módulo de mujeres no acuden todos los niños porque “no pueden obligar a trabajar en la lavandería u otro sitio a las madres que tienen un hijito de dos o tres años, por floja y egoísta lo tiene con la excusa de que está enfermita y de que llora”, lamenta la monja. La pastoral penitenciaria construyó, en el exterior del penal,  la escuela de San Jorge a la que acuden “un grupo de cien niños por la mañana y otro por la tarde” y tres hogares en San Cruz acogen a los hijos abandonados por tener a sus padres presos.

Marisol recuerda sus días como trabajadora social, “es imposible evaluar todos los casos, entrevistar a los presos, visitar el domicilio. Se tiene horario de entrada, pero no de salida. Se cobra poco y se trabaja de lunes a sábado”. Una labor que describe como difícil y vocacional, “en un año conseguimos rehabilitar a tres presos”, afirma. La pastoral penitenciaria, en sus veinte años de lucha, ha conseguido que el gobierno autonómico se implique económicamente “desde hace cinco o seis años”, a pesar de que la prisión comenzara a funcionar en 1990-1991. En palabras de Marisol, el gobierno “no toma en cuenta esta situación. No hay proyecto ni presupuesto para remodelar este régimen”.

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